Hace años me encargaron poner texto a una imagen. Era una fotografía que captaba una escena muy salvaje. Escribí algo así: “Bajo un piorno, cobijado, un bando de perdices. Al fondo un corzo.”
Era una foto del Puerto de Las Señales. Había que fijarse bien para ver las perdices, cuatro o cinco, y más para ver el corzo: todo lo engullía la nieve en ventisca.
Recordaba aquella foto estos días, pensando en lo poco que se conoce sobre lo que hay debajo de un molino; debajo de esos enormes parques eólicos que ya invaden muchas zonas de la Cordillera Cantábrica. Debajo de los que se pueden sumar en los próximos años, si los numerosos proyectos salen adelante. La pretensión de lograr una energía más limpia nos puede cegar, viendo solamente un molino girando cadencioso ¿Qué tal si nos fijamos un poco en detalle?
Instalar un parque eólico no es fácil, y mucho menos en entornos montañosos. Implica la apertura o ensanchamiento de vías de acceso para preparar los asentamientos de los molinos, y posteriormente instalarlos. Esas vías quedan abiertas para siempre, dando acceso a lugares que por agrestes no han sido explotados, ni demasiado transitados. Las cuerdas de las montañas son de los pocos enclaves que vinieron quedando a salvo del expolio humano.
Instalados los molinos, hay que montar una subestación eléctrica, y conectar esta con la red eléctrica a través de líneas de evacuación. En no pocas ocasiones habrá que instalar además una línea de alta tensión para el transporte de esa electricidad y llevarla a los grandes centros de consumo – que no están precisamente en las poblaciones locales, las que ven alterados sus paisajes y dejando en herencia esa hipoteca a las generaciones futuras.
¿O alguien pensaba que la energía iba volando por ciencia infusa desde el molino hasta el enchufe de casa? Pues ya veis que no; desde el molino hasta casa hay una importante cantidad de chatarra y una huella ecológica que va sumando. Pero hay más.
Para instalar los parques eólicos en zonas de montaña se requieren grandes movimientos de tierra y voladuras, provocando un aumento de la erosión y pérdida del suelo, además de requerir ingentes cantidades de materiales para la cimentación de sus zapatas, provenientes en muchas ocasiones de canteras y graveras cercanas, también situadas en zonas de alto valor ecológico y paisajístico.
Además, ¿tienen los parques eólicos vida útil? ¿tienen planes de restauración y restitución al estado original del paisaje que se altera? Deberían tener todo esto, pensará cualquiera… Demos por bueno que así sea. ¿Quién debe asumir ese coste de desmantelamiento y restauración? Hombre, pues la empresa que explota el parque eólico. Ya, lo mismo que las restauraciones de la minería a cielo abierto…
La montaña cantábrica ha sido generadora de recursos durante más de un siglo: embalses que se llevaron por delante no solo paisajes sino decenas de pueblos; minería de carbón y canteras; minicentrales eléctricas; centrales térmicas con altísimos índices de contaminación por CO2 y óxidos de nitrógeno. El cupo de aportación en la generación de recursos de las montañas está más que cubierto; recursos que por otra parte se han destinado a alejados centros de consumo. Es momento de poner límite a esa explotación, no se pueden condenar las montañas cantábricas con un horizonte de molinos y cables, hipotecando ese recurso del paisaje que parecía intocable. Hay otros lugares dónde colocar estas infraestructuras en pos de una transición ecológica justa. Miremos un poco en detalle lo que hay debajo de esos molinos que giran, y miremos un poco más allá de unos miles de euros para hoy, que pueden ser la condena al hambre y miseria de mañana.
Ernesto Díaz – Naturalista