La Cordillera Cantábrica es un punto caliente, nunca mejor dicho, en número de incendios y de superficie forestal quemada de toda España.
Desde 1980 se ha duplicado el numero de siniestros en España, la mayoría de ellos concentrados en el noroeste peninsular. Asturias, Galicia y Cantabria, regiones bajo la influencia directa del clima húmedo atlántico, sumaron el 37% de la superficie quemada en incendios forestales en el decenio 2001-2010, a pesar de ocupar el 9% de la superficie de España. Paradójicamente, las zonas más húmedas son las que mas sufren cada año la catástrofe del fuego.
En su inmensa mayoría, son incendios provocados por sociópatas de una u otra naturaleza. A pesar de la apabullante frecuencia del fuego, en el noroeste de la Península Ibérica apenas tienen lugar incendios no originados por causas antrópicas. Entre 2001 y 2010, los rayos causaron el 1.5% de los incendios en el noroeste, mientras que el 70% fueron intencionados. Causas desconocidas y negligencias se llevaron otro 15 y 10%, respectivamente.
El despoblamiento rural y la menor intensidad del uso humano en algunos territorios han supuesto un incremento de la superficie arbolada y de matorral en los montes. Ese incremento de la cobertura vegetal supone una recuperación parcial de la naturaleza, así como un nuevo escenario en el que situar el problema de los incendios. Sin embargo, ante esa recuperación nos encontramos con la perspectiva pesimista y simplista: más matorral y arbolado equivalen a más combustible. Del mismo modo que los adoquines en una calle empedrada no son objetos peligrosos, en tanto que alguien no Ios arranca y los usa como proyectiles, el matorral no es combustible hasta que el incendiario le «pega fuego».
Y esas formaciones de matorral son valiosos elementos del paisaje, dan sujeción al suelo en las laderas, son hábitat de muchas especies, son idóneas para la apicultura, y siempre constituyen fases previas en la regeneración de los bosques.
Los incendios alteran el desarrollo de la cubierta vegetal propia de una determinada región. Cambian la abundancia y biomasa de las especies vegetales presentes. Implican además la pérdida de materia orgánica y nutrientes del suelo, que será menos fértil tras el fuego. Especialmente en una región de fuertes pendientes y abundantes precipitaciones, los efectos de los incendios sobre el medio físico implican erosión: tras un fuego, el suelo quemado es más susceptible a ser desplazado por la mera acción de la gravedad, del viento, y del agua de las precipitaciones. Los materiales erosionados y su contenido en nutrientes van a parar a las cuencas hidrográficas de la Cordillera Cantábrica, incrementando la carga de sales minerales y sedimentos finos de ríos y arroyos, dando una mala noticia a los salmónidos, adaptados a corrientes y lechos fluviales muy oxigenados.
La lucha contra Ios incendios forestales debe centrarse en la prevención, pero no a costa de no permitir la regeneración y restauración de bosques y matorrales, incurriendo en aquel «eliminar e| monte para que no quemen el bosque». Los efectivos y medios de extinción se llevan una parte importante de los recursos totales, y justo es reconocer su labor. Sin embargo, existe un peligro evidente de que la extinción de incendios genere un bucle económico propio. El grueso de recursos destinados a prevención se vuelcan en la intervención forestal (cortafuegos, pistas de acceso, desbroces, etc…). Sin embargo, deberían multiplicarse Ios efectivos de vigilancia e investigación, y los esfuerzos de sensibilización ambiental de la población.
Un objetivo básico de la prevención de incendios debe ser impedir que nadie obtenga jamás beneficio por quemar el monte. Es necesario acotar las zonas quemadas al pastoreo y a la caza, reconsiderar ayudas agroambientales en zonas reiteradamente incendiadas, e impedir las recalificaciones del suelo y la especulación con la madera quemada.