Tribuna de opinión de José Manuel Carral, publicada en el diario asturiano La Nueva España, el 26 de julio de 2017
Ya desde hace demasiado tiempo, en determinadas fuentes vinculadas al entorno agroganadero, (sindicatos, agrupaciones), o desde ámbitos políticos e incluso otros académicos, se promueve un discurso que achaca los problemas del mundo rural a la gestión conservacionista de la naturaleza. Así, se hace énfasis en los ataques del lobo y del oso y se duda acerca de la viabilidad de la ganadería por este motivo, mientras por otro lado se responsabiliza del abandono del campo y de su despoblamiento al olvido y discriminación de las administraciones. Este relato está creando un estado de opinión negativo sobre las iniciativas relacionadas con la conservación de la naturaleza, su normativa y sus defensores, y ha propiciado una atmósfera favorable a casos de auténtico gansterismo ambiental (la aparición de lobos decapitados por ejemplo), totalmente impropios de una sociedad avanzada.
¿Qué hay de cierto y legítimo en este relato reciente? ¿Y en sus manifestaciones? Considero -con carácter general- esas afirmaciones discutibles, cuando no directamente falsas, y en todo caso, fruto de una ideología. El malhadado éxito de estas ideas reposa en profundos prejuicios, es ambiguo y demagógico, intransigente y simplista, y evidencia desconocimiento de los procesos naturales, llegando al negacionismo y al rechazo, sin prueba, de los hechos y del conocimiento científico (léase aspectos como la biología y ecología del lobo, las causas de los incendios, la erosión, etc.). La ignorancia puede justificarse, pero no la renuncia a informarse. El fundamento de estos discursos es una expresión más de una concepción antropocéntrica del mundo y, dentro de ella, de la naturaleza como producto de la intervención humana (léase sin más a Jaime Izquierdo en «Los campesinos no tienen quien les escriba»). Se equipara naturaleza al paisaje transformado por el hombre, ese ser humano, artífice y dueño de un entorno que hay que transformar al servicio de sus necesidades. Arraigado prejuicio que ha cobrado fuerza. A él se debe la creencia entre los habitantes del mundo rural de que la conservación es el resultado de su actividad.
Para establecer un debate racional debiéramos aclarar cuál el significado de naturaleza. La RAE la define como «conjunto de todo lo que existe en el universo ajeno a la intervención humana». Cuando decimos que algo es natural, nos referimos a algo sin alterar y puro. Y así lo utilizamos cotidianamente; pocos negarán esto. Si se elimina la distinción entre la naturaleza y el entorno humanizado, también se elimina la distinción entre lo natural y lo artificial. No hallaríamos diferencia entre la menguante Selva del Amazonas y el Puerto del Palo, sin ir más lejos. Grave confusión entre la cultura utilizada por el hombre para explotar recursos naturales y el conocimiento de la naturaleza en sí y su conservación. Por lo visto algunos visionarios no se han enterado de los efectos de la acción humana a escala global por jugar a aprendices de brujo. Ya se califica de Antropoceno a estos efectos desde la revolución industrial hasta la actualidad, con cambio climático, con extinciones masivas, etc.
Siguiendo estos argumentos ¿a qué llamamos campesino? Aquí no caben viajes al pasado o a aldeas museo, y por el contrario la naturaleza, aunque en retroceso, se halla presente en la respuesta. Es decir, un campesino no será una persona jubilada, pues la categoría denota una actividad. Tampoco alguien que viva a tiempo parcial en la ciudad y tenga propiedades en un pueblo ¿o sí? ¿Qué es entonces un campesino? ¿Podría ser aquella persona cuya renta proviene de actividades agrarias y resida en un pueblo? ¿Y si no reside en un pueblo? ¿No confundiremos habitante de un pueblo con campesino? A mi entender el uso que se hace del término es vago. Esto se asocia a la amplia difusión de estas ideas. Para defender una postura hay que aclarar de qué se habla. Ahora bien, cuando lo que hace es sentar doctrina se cae en los defectos de una ideología cerrada, basada en fundamentos incuestionables. Detrás de una ideología siempre hay intereses que hacen peligrar la objetividad. A quien cuestione sus fundamentos se le califica de fanático y conspirador. En su defensa se construye un relato maniqueo, farisaico y excluyente. Sobran los matices. O estás conmigo o contra mí, urbanitas versus paisanos, ganaderos versus ecologistas. Se rehuye el debate sosegado y recurre a la confrontación. Se introducen elementos emocionales e irracionales, se apela al orgullo, se mitifican las tradiciones (el fuego para generar pastos?), la nostalgia de los tiempos pasados, se descalifica de forma generalizada, se recurre al victimismo y a la exageración interesadamente. Se presiona, se exige y no se propone. Y lo que es peor, se confunden los efectos con las causas.
Es innegable que surgen conflictos de la gestión conservacionista de la naturaleza en las zonas rurales, la cual debe mejorar mucho, y ese es el reto. Pero no comparto este estado de opinión denunciado ni la visión de este ruralismo ilustrado. Durante décadas, las inversiones públicas destinadas a agricultores, ganaderos y sector forestal, que pagamos todos, han sido ingentes. Son esos beneficiarios responsables de los resultados sobre el medio. En ese conjunto de apoyos se han dado casos de auténtico fraude e indebido enriquecimiento. Y estas políticas -y su impacto en las zonas rurales- no se han hecho a espaldas de sus habitantes. Son quienes los representan, políticos y sindicatos, los que las han impulsado y apoyado, no el movimiento conservacionista. Deberían hacer autocrítica sobre sus resultados. La atención al mundo rural constituye el epicentro de la esfera política y pública con eventos omnipresentes de todo tipo. Las propuestas que hacen los conservacionistas (no hablo de posiciones radicales ni de organizaciones de dudosa independencia y financiación) tienen base científica, poseen ética y no son dogmáticas. La tozuda realidad y la evidencia científica sobre los graves problemas ambientales dejan al descubierto a aquellos que promueven linchamientos (en redes sociales especialmente) y usan como chivo expiatorio al movimiento conservacionista. Nuestros representantes políticos, atrapados por esta ideología y cautivos por el voto del mundo rural, toman decisiones irresponsables, demagógicas, inmorales y jurídicamente cuestionables (acotamientos por incendios en clave reciente). El movimiento conservacionista no ha hecho más que alertar sobre la gravedad de los problemas a que nos enfrentamos. Vivimos en el planeta tierra, no en el humano o el rural. Cuidado con esta estrecha visión etnocentrista y excluyente de nuevo cuño, el ruralismo. La solución de los problemas ambientales pasa por un debate sereno, sin posiciones de privilegio, con renuncias, visión amplia, participación, estatura política y racionalidad. Es urgente e inaplazable.